Actor profesional que sembró a fines de los 60 un importante precedente en el teatro popular peruano al decidirse a salir a las calles en búsqueda del público y actuar en escenarios ajenos a los convencionales. Aquello lo obligó a transformar su temática, así como su lenguaje y sus formas expresivas. El público se identificó con sus historias, y se reía de si mismo porque Acuña aprendió a hablarles en su propio lenguaje. Actualmente residente en Europa (Suecia), vuelve periódicamente al Perú. Para nosotros, es un honor y una gran alegría entrevistarlo para nuestros lectores. (A. M.)
Un payaso llegó a mi tierra Iquitos, en la selva, cuando yo tenía 5 años. Salí al escuchar su voz en el megáfono que traía en la mano, y me encontré con este hombre de zancos, pantalones de colores, peluca zanahoria y nariz roja. Me quedé asombrado de ver un gigante descansando sobre la cumbre del techo a dos aguas de una casa. Le pregunté ¿cómo te llamas? Me dijo: “me llamo Fushico y anuncio la llegada del circo a tu pueblo”. Allí estuvo la primera célula del instinto del hombre de ser otro, porque me parece que ayer he estado con Fushico y seguramente mañana pensaré que esta entrevista me la está haciendo Fushico. Recuerdo vagamente el rostro de mi padre, de mi madre, tengo 80 años, pero Fushico es algo vívido. A los 25 años más o menos entro a la Escuela Nacional de Arte Escénico. Al salir de la escuela, voy a trabajar en los teatros porque estoy preparado para eso, trabajo en grupo Histrión, en el Teatro Universitario de San Marcos, en La Cantuta, enseño en el Colegio Mariano Melgar, voy haciendo una serie de obras, incluso en la televisión tuve un programa. En 1966 viajo a Ayacucho para encargarme del Teatro de la Universidad San Cristóbal de Huamanga, y con él descentralizo el teatro de la universidad hacia las comunidades campesinas donde aprendo a trabajar sin esa indumentaria pesada del teatro clásico, en las faldas de los cerros, de pueblo en pueblo, llegamos a 250 comunidades campesinas de Ayacucho. Esa es la mejor labor que he hecho en mis 50 años dedicados al teatro.
¿Cómo fue tu encuentro con ese otro público, de a pie, humilde?
Ellos tienen su propio teatro, intercambiamos experiencias. Estoy hablando de la comunión con ese público, ellos sabían lo que estaban viendo, ellos comulgaban con la temática. Esta comunión de actores con el público, o de actores con otros actores, con las mismas reglas de juego, la simulación, la transformación, que ellos conocen perfectamente en sus historias con vestuarios y colores, la danza, la pantomima, la palabra claro, los efectos de la máscara, y el latigazo, por ejemplo.
¿Cómo llegaste a la Plaza San Martín?
Me destituyeron de la Universidad, y quedé prohibido de trabajar en cualquier otra dependencia del Estado. En ese momento yo ya tenía cuatro hijos, ¿qué hago? Vuelvo a Lima, no puedo trabajar en colegios, en ministerios, quizá en colegios particulares, pero tenía que tomar una decisión. Era el año 68, en octubre se da el golpe militar de Velasco Alvarado, se suspenden las garantías hasta el 22 de noviembre, día que salgo a la Plaza San Martín por primera vez. Fue un día hermoso, salgo con mi maletín, mi megáfono, y se para el primer hombre delante de mí, a éste le digo “tú eres el público, yo soy el actor, ya no hay más intermediarios entre nosotros”. ¡Allí desmantelo el gran teatro clásico! ¡Se acabaron las truculencias, los camerinos! ¡Él y yo, a jugar a esto que no es verdad! Ciertamente, tuve el temor y los prejuicios burgueses, sin ser burgués, de que la calle era el final de todo, pero después de un tiempo, a los seis, siete meses me di cuenta que la calle no es el final, sino el comienzo de todo, el escenario de las masas.
En esta rica experiencia en el teatro, ¿qué papel crees que cumple el arte en la educación popular?
El arte es pizarra, tiza y almohadilla, y sin embargo nos han desligado de la educación, acusándonos que atrae a ladrones, prostitución. ¡Lo que produce eso es la necesidad, el desempleo! Los corruptos tienen miedo del arte porque ésta es una forma objetiva de mostrar los problemas, una manera de descubrir a los ladrones. El arte es parte de la educación del hombre. Al corrupto, al usurero, no le va a interesar nunca que el pueblo se culturice.
El teatro de Larcomar, de Miraflores, tiene un sello de clase, aunque hagan Brecht, lo ven desde otro ángulo porque tienen que recuperar su platita, hacen lo que pueden dentro de un mercado de compra y venta. En la calle no es así, allí prima la espontaneidad, es un escenario movible, no sabes lo que a pasar, es un trabajo de preparación y adiestramiento de otro público que está ganado por la televisión, los Dvd, la internet. Antes, en cada colegio, en cada escuelita había un elenco con su director, el teatro era un material didáctico, pero ahora lo han borrado del mapa, es que al poder el teatro, la literatura, la pintura no les puede interesar. Pero desde los escombros nos estamos incorporando, y si los grupos de teatro no quieren estar sujetos al poder, tienen que hacer un teatro “liviano”, con sábanas, con costales viejos, livianos en el lenguaje, que pueda viajar, estar en una escuelita, en una fiesta, tienes que manejar muy bien el lenguaje oral, pero también el lenguaje corporal, sin cuerpo no hay palabras, y no hay palabras sin ademanes, eso le da una visión óptica, valorar el silencio, el intérprete sugiere en el silencio, el teatro liviano no es el mejor teatro sino el que las circunstancias económicas nos permiten, tenemos que ser más creadores.
“En Europa hay un gran sector de latinos, de peruanos, de gente que habla español, millones y millones que viven allá.
Ellos tienen la nostalgia de su patria, la nostalgia de su comida, la nostalgia de su paisaje, pero fundamentalmente tienen la nostalgia de su idioma materno. Cuando llego a estos países, hago una función en silencio, para los franceses en Francia, para alemanes en Alemania, y combino el mimo con estas historias que he contado. Las comunidades que trabajan allá me reciben con gratitud cuando escuchan la palabra materna. Una vez fui invitado a Irán, salí a dar una vuelta por Teherán y me metí a un zoológico, había una llama al fondo, en una jaula grande. ¿Qué hace una llama en el desierto? Yo le dije una o dos palabras en quechua.
-¡Mamita, imata munanquichu, mamita!, le grité.
Ella al escuchar su idioma, carajo, desesperada, quiso salirse de la jaula.
Si este animal es capaz de sentir la ausencia de su idioma materno, las palabras con que la criaron, cómo nosotros también no vamos a extrañar nuestro idioma”.