En las calles de Lima a veces el transeúnte es estremecido por una marejada de color llenando palabras enormes, y otras veces imágenes elocuentes, significativas en medio de la escena diaria. Puede ser en las paredes de las casas, sin que el propietario lo haya autorizado, puede ser en los paraderos y hasta en los puestos de periódicos. Son dibujos que no tienen firma, otros sí, y algunos son trabajos de reconocidos grafiteros.
No es una experiencia plástica de origen peruano, sino de procedencia mundial, y especialmente de las grandes capitales, de las ciudades que se han convertido en museos vivos, donde languidece el capitalismo y los jóvenes reclaman un futuro con sus propios nombres. Puede decirse que es un arte callejero y popular que se entronca por ley de la necesidad con el viejo muralismo de principios del siglo XX. Porque es una necesidad expresiva lo que hizo que en las estaciones del metro de Nueva York a fines de los años 70 aparecieran los primeros grafitis de contenido social, denunciando con ironía y sarcasmo la rutina cotidiana del sistema convaleciente.
Ahora que en el Perú vivimos el estruendo de las campañas electorales, y no tiene límite la propaganda, no sería extraño que los jóvenes grafiteros pongan su talento al servicio de la reflexión, y se conviertan en pioneros de un nuevo muralismo, de uno que a pesar de la fugacidad, trasmita verdades al servicio del pueblo.
Mario Arrunátegui