Mercedes García
Hay artistas que de salto en salto desarrollan una línea constante a lo largo de su vida, sus compromisos políticos son evidentes y de lejos se ve que pertenecen al lado positivo de la existencia, en función a lo nuevo por construir. Hay otros que simplemente se apuestan a una vida intensa, con insobornable hambre de verdad, apasionados amantes, que hacen de cada momento una eternidad.
Es quizá a este grupo que pertenece Víctor Humareda, para muchos el más divertido anarquista, y para otros, un gran desconocido cuya obra plástica deberíamos conocer con más profundidad.
Humareda, el “cholo” Humareda, nació en Lampa, Puno, el 6 de marzo de 1920, en el seno de una familia humilde, y desde muy temprano muestra su afición por el dibujo y los colores, abierta afición que sin consentimiento pronto lo conduce a abandonar el hogar para trasladarse primero a Arequipa y luego a Lima, donde es estudiante de la Escuela de Bellas Artes y alumno de Ricardo Grau y José Sabogal. Por sus méritos como pintor, gana las facilidades para ir a estudiar a Buenos Aires.
A su regreso, en 1952, vuelve convencido que “debe vivir de y para la pintura”. El desafío mayor para cualquier artista, cuánto más en nuestro medio, es justamente éste: la dedicación a su trabajo.
Pero ni antes ni ahora el entorno social del Perú es favorable al talento de nuestros artistas. Mejor ejemplo que el de César Vallejo no vamos a encontrar en nuestra historia. Rechazado, negado en su país, estamos hablando de la voz peruana más universal. Y también urgido y apoyado por los amigos que lo querían, que valoran su estilo en el expresionismo, Humareda llega a París en 1966. Deseoso de estar lo más cerca de sus maestros, Rembrandt, Manet, Renoir, Daumier, Toulusse Lautrec, Velásquez, Goya, y acepta de buen grado esta nueva experiencia. Pero no pasa mucho tiempo, antes de reclamar su urgente retorno, pues, aparte de la precariedad económica, le es imposible compartir la vida con los franceses. “De lejos, prefiero Tacora a París”, dijo al volver al Perú.
Efectivamente, Humareda se instala en el corazón de un barrio popular como La Victoria, y gozosamente, se dedica a mostrar en su pintura la vida de los hombres y mujeres marginales, aquellos que no consiguen un lugar selecto en el sistema pero que en su tierno testimonio, cargado de luz y color, un aura de buen humor, de poderoso optimismo, Humareda los devuelve a la ruta del porvenir. Él mismo, con su sombrero de copa, se vuelve un personaje extravagante o loco para algunos, pero era así como Humareda se defendía del condicionamiento social, para seguir pintando hasta su muerte en 1986.
El coleccionista y promotor artístico Luis Felipe Tello ha afirmado: “La pintura de Humareda es de imágenes a veces tétricas, siempre burlonas, con manos crispadas, con rostros transidos por la angustia del dolor, del hambre, de la incertidumbre, imágenes expresadas con violencia, con sinceridad, con el alma volcada en el lienzo, matizadas con los colores de su paleta, colores muy suyos, de tonos sordos: sienas, verdes olivos oscuros, sobre los que, de repente, una que otra nota de color, vibrante, genial, rompe la lobreguez del cuadro. Tal el mundo imaginativo y siempre cruel que nos transmite Humareda, con sus escenas viejas, de brujas, de mujeres de alegre vivir, de quijotes, de caballos espantados, de corridas de toros y peleas de gallos, de payasos pensativos, de desnudos, de danzas y procesiones, de calaveras y máscaras, escenas callejeras y nocturnas de los bajos fondos, de cantinas y boites; versiones todas de original expresión, en las que la tragedia se preludia, o donde se avisora la tragicomedia que el hombre actual y de siempre, que los artistas como Humareda viven intensamente tras las mil máscaras que obliga a usar el medio ambiente”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario