1 de agosto de 2012

EDITORIAL



 Suponer que la adversidad en una situación deter­minada se origina exclusivamente en un sólo factor es un juicio nada dialéctico. Existen las situaciones de fondo y los sucesos desencadenantes, y todo ello es parte de un pro­ceso. Un conjunto de acontecimientos que se acumulan y producen los reveses.
No debería entonces llamar a sorpresa el aluvión de protesta que se presenta en el Perú de los últimos días, han venido acumulándose y se precipita el estallido. Y es que no se puede pretender una “gran transformación” don­de en pos de ese propósito efectivamente hubo un conflicto interno de la envergadura que hemos vivido durante déca­das pasadas y cuya impronta proyecta aún luces y sombras sobre la población. Sombras porque las heridas no han ter­minado de cerrarse, y luces porque el valor de los hombres y mujeres del pueblo es inagotable.
La experiencia de lucha del pueblo peruano no se puede borrar por decreto, y no se puede pasar por encima de su deseo de vivir en paz y prosperidad sin que salga a las calles y exprese enérgicamente su rechazo cuando se atenta contra su seguridad. Cuando se envenena su agua y su ali­mento. Su primer derecho fundamental es vivir.
Hace algunos años hubo un intento desde el go­bierno para propiciar condiciones que permitieran a los pe­ruanos llegar a la verdad y la reconciliación. A pesar del sesgo unilateral de sus integrantes, y de las conclusiones a que llegó la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, ni siquiera ésta tuvo nunca la simpatía de aquellos que poco después encabezaron los gobiernos posteriores.
Es pues evidente el empeño de negarse a mirar de frente el fondo: en un país donde ha habido una guerra y cuya repercusión no se trata debidamente, la secuela de violencia puede ser interminable, como un capítulo en sus­penso que no tiene cuándo acabar. Cuanto más si las con­diciones de desigualdad, de injusticia y arbitrariedad siguen intactas. Y en el contexto mundial, como telón de fondo, la crisis del capitalismo alienta a los pueblos a organizarse, porque los estertores de la caída final pretenderán ser echa­dos sobre los países pobres. El imperialismo y las naciones ricas no van a quedarse con los brazos cruzados






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